Padres
Los tiempos cambian: antes los padres confiaban en el club y el entrenador, hoy muchos viven el deporte de sus hijos como un sueño propio.
No hace mucho me crucé con un post de Robez [1] sobre los padres, un tema que emerge de forma recurrente en muchas conversaciones al inicio de temporada y que ha aparecido innumerables veces en el podcast [2] .
Como miembro de la generación X [3] y exjugador de baloncesto, recuerdo que el rol de los padres era muy distinto. Veían un cargo en la libreta, preguntaban en casa y, en función de si uno se había apuntado a baloncesto, fútbol o patinaje artístico, arqueaban una ceja y hasta ahí llegaba su implicación. No asistían a los entrenamientos, no interactuaban con el entrenador, no participaban en eventos del club —que en muchos casos ni siquiera existían—, y su máxima función era transportar a su hijo de un sitio a otro, cuando no se desentendían y era otro padre el que hacía de transportista.
Eran otros tiempos: se podía fumar en las gradas, incluso en los banquillos; se tomaban carajillos en los bares de los colegios antes de que, por el alud de normativas, tuvieran que cerrarlos. Y, por supuesto, conceptos como bullying, ciberacoso, etc., ni estaban desarrollados ni teníamos consciencia de ellos. Los padres confiaban en que cada uno hiciera su trabajo, y el club en que el padre pagara puntualmente las cuotas. Fin de la relación.
Hoy en día vemos clubes que se plantean cerrar los entrenamientos a los padres, padres que exigen trato preferencial, padres que no pagan y dejan a los clubes haciendo malabares financieros, y padres que, con objetivos mal definidos, consiguen justo lo contrario de lo que buscan. Así, parece que clubes y padres mantengan una pelea constante en torno al objeto que deberían cuidar: los niños.
Lo primero que se percibe es el intento de vivir un sueño no cumplido a través del hijo. A todos los padres nos cuesta ser objetivos, pero debemos intentarlo. No todos los niños serán la próxima estrella rutilante, y lo peor: aunque pudieran serlo, si el niño no quiere, la presión directa no es la mejor opción. Además, hay que dejar trabajar a quienes realmente conocen el contexto, el entorno y han visto miles de niños antes: ellos pueden aportar objetividad al proceso.
Otro problema es que, en este país, todos llevamos un entrenador dentro. Y eso puede ser positivo, pero lo que no resulta inteligente es confrontar a quienes sí se han formado. El entrenador es quien tiene el título, la experiencia y el apoyo de un grupo de coordinadores que le guían; su criterio está más fundamentado. Contradecirlo dice más del padre que del entrenador. Y si al niño se le coloca en la disyuntiva de obedecer a su padre o al entrenador, se le somete a una situación de estrés que no beneficia a nadie.
Desde mi perspectiva, el deporte es un entorno de formación y crecimiento personal. El compañero que juega en la misma posición no es un enemigo: es otro niño que también quiere jugar. Uno es titular y otro no, pero odiar o despreciar no es la respuesta. El primero necesita al segundo para seguir mejorando, y el segundo necesita al primero para no dejar de trabajar.
Como dijo alguien, el baloncesto es lo más importante de las cosas menos importantes. Los niños deben jugar y disfrutar, no obsesionarse con ganar. En la vida hay muchas más cosas: los estudios, los amigos, la música, la lectura… El mundo no se acaba por un mal resultado o un mal partido. La autocrítica es importante, pero no conviene regodearse en ella más de diez minutos. Los niños no son profesionales y no se les puede pedir como si lo fueran.
Con todas estas tensiones, los clubes intentan blindarse, pero en el fondo acaban incrementando el problema al crear barreras de comunicación poco saludables. El objetivo de ayudar al niño debe estar por encima de egos, intereses y sublimaciones. Si no trabajamos juntos, si un club no integra a los padres y si los padres desprecian a los clubes, no habrá avance para nadie.
Por último, según mi experiencia, son pocos los casos en los que los padres abandonan su rol y usurpan el del entrenador, coordinador o presidente, dejando a este sin autoridad y al niño huérfano porque su padre ahora es su entrenador. Lo normal es que los padres ayuden a cumplir los objetivos de formación, soporten las vicisitudes e imprevistos que surgen y, cuando se les pide ayuda, la mayoría aporta su granito de arena.
No dejemos que esta relación se rompa.