¿Y tú?
Dicen los que saben que el mal no se presenta como en las películas: de forma concreta, vestido de negro y proclamando planes para destruir el mundo. Eso no sería el mal, sería un idiota con ínfulas. Admitámoslo: cuando el nazismo asoló Europa, no lo hizo proclamando su idea de “solución final”. Su mensaje era fácil de entender, apelaba más a las emociones que a las ideas y simplificaba al máximo.
Muchos guardianes de la moral que rondan por las redes sociales, como vigilantes de la ética, se dan palmadas en el pecho clamando que ellos jamás habrían caído ante el fenómeno populista. Pero eso tiene más de postura que de realidad. Lo cierto es que todos, de forma pasiva o activa, sucumbimos al poder de la influencia del grupo. No pongáis caras raras: el libro Aquellos hombres grises. El batallón 101 y la solución final en Polonia deja claro que, por mucho que nos creamos moralmente inmunes, la mayoría de nosotros terminaría cediendo.
Para ser de los que resisten, no basta con levantarse y oponerse, ni siquiera con luchar por unos valores o ideas: hay que haber sido educado en ellos desde pequeño. Tu entorno debe haberlos defendido, aplicando el ejemplo por encima de la teoría.
Pero eso tampoco es suficiente. La persona no solo ha de llevar esos valores como parte inherente de su ser, sino que también debe tener una capacidad de análisis de la realidad y de cuestionamiento constante de la información que recibe. No le basta con que un periódico o un famoso afirme algo; usa su razonamiento lógico para entender si es correcto, busca fuentes alternativas y examina continuamente su propio corpus de creencias, no para invalidarlas, sino para fortalecerlas.
Otro punto fundamental es poseer una autoestima desarrollada: ser consciente de quién se es, del valor que se aporta y del lugar que se ocupa en el contexto social. Son personas asertivas que no temen la confrontación de ideas, que apuestan por el diálogo y el intercambio como caminos para crecer como individuos y como sociedad.
A la autoestima se suma algo esencial: ningún conocimiento sin alma puede definir una realidad cambiante y compleja. Por eso, estas personas poseen la rara habilidad de la empatía; no como un término de moda que se deja caer en las frases, sino como una auténtica conexión con la historia personal de cada ser humano. Son capaces de entender el camino que cada uno recorre y de ver el mundo desde los zapatos del otro. Esto las lleva a preocuparse por sus semejantes y a buscar la justicia en su forma más pura, especialmente respecto a las estructuras sociales.
Y, para finalizar, hay que ser valientes. Todos podemos escribir palabras hermosas que humedezcan los ojos, pero hacerlo asumiendo un riesgo personal y estar dispuesto a aceptarlo es otro nivel. Es fácil gritar contra cualquier corriente desde detrás de un pseudónimo, o criticar una política estando protegido por una escolta o por la pertenencia a un grupo privilegiado. Dar la cara, defender lo que se cree justo y aceptar todas las consecuencias legales sin esperar un trato de favor —por motivos estratégicos, de cuna o de cualquier otro tipo— requiere una genética diferente.
¿Y a qué viene todo esto? A la banalidad del mal. Por pereza, por no discutir o porque en el fondo “a mí no me afecta”, dejamos que pequeñas acciones pasen sin castigo o, al menos, sin reprimenda. Permitimos que ciertas conductas se vuelvan aceptables, hasta que, sin saber cómo, se convierten en normales, y dos años después, en ley. La capacidad de decir “no, esto no” puede parecer un pequeño paso, pero sumada en muchos individuos se convierte en el freno más poderoso para preservar los valores que hoy creemos comunes.
Pero no nos confundamos: no quiero una sociedad de samaritanos ni de puritanos que, al grito de “pecador”, señalan y marcan al disidente. Eso solo genera sociedades enfermas, endogámicas y obsesionadas con parecer virtuosas mientras en su mente se gestan los pensamientos más oscuros. Debemos dar libertad para explorar, pero también definir con claridad los límites donde la libertad de uno tropieza con la de los demás.
Aunque no me hagáis mucho caso, quizás todo esto sea cosa mía, y tal vez no ocurra nunca en empresas, equipos de baloncesto o entornos donde nadie abusa de nadie y todos defienden lo correcto dentro de un estatus ontológico-social. Lugares donde la gente no solo vive y prospera, sino que además puede afirmar con orgullo que forma parte de algo justo.
¿O quizás hay lugares donde no es así? Quizás, por eso mismo, hacen falta mejores políticas de dirección, una mejor capacitación en la gestión de grupos a través del coaching, y herramientas diseñadas para servir, no para ofrecer fríos KPIs.
Llamadme iluso, pero creo que aún queda mucho margen de mejora. Y sí, debemos trabajar más para elevar este constructo al que llamamos sociedad, empresa, colegio o deporte. Para ello necesitaremos profesionales formados en aspectos más humanos que técnicos: psicólogos, coaches, mentores, y tantos otros que ayuden a construir desde lo que nos hace comunes, pertenecer a la raza humana.