La cultura que define a un grupo
A pesar de tener ya cierta edad, me invitaron a participar en el último campus del club en el que entreno.
La razón era que los equipos que dirijo eran mayoría y que, además, suelo ayudar a los nuevos en estas lides a sentirse más seguros e integrados. Como acto de honestidad, debo reconocer que el mérito no era mío, sino de un jugador con una habilidad comercial que no había visto en mucho tiempo, y que convenció a más del setenta por ciento de los niños.
El caso es que, por una mezcla de interés personal y petición directa, accedí a arrastrar mis canas por esos lugares perdidos de la mano de Dios. Barracones de madera con escaso aislamiento, donde durante el día sudabas por todos los poros, y por la noche te congelabas por el frío. Colchones delgados sobre tablas que harían las delicias de un faquir, mantas que para un equipo de baloncesto serían más apropiadas como kilt, y por supuesto, sin baños en cada barracón: había que salir a los comunitarios para cualquier necesidad, ya fuera ducha, aguas mayores o menores, a cualquier hora del día o de la noche.
Con este inicio, todo apuntaba a un desastre. Lugar incómodo, sin los mínimos exigibles para un viaje, y siendo responsable —junto con más monitores con capacidades físicas a la altura de las circunstancias— de un batallón de niños y adolescentes. Era un plan sin fisuras.
Y sin embargo, fueron esos mismos niños y monitores los que me recordaron el valor de la cultura: compartir ideas, principios, maneras de hacer. El hecho de que muchos jugadores ya hubieran vivido experiencias similares, que algunos monitores fueran antiguos jugadores, facilitó mucho la convivencia. Como en la película Algunos Hombres Buenos —salvando las distancias con el “Código Rojo”—, los veteranos guiaban sin darse cuenta a los novatos: dónde estaban las pistas, cómo funcionaba la rutina, las normas no escritas… Nadie necesitó una explicación formal. Eso permitió que los monitores nos centráramos en los objetivos del día.
Esa es la clave: la cultura. Ese subconsciente colectivo que no se formaliza pero que cohesiona. En mi caso, es cultura de club. Pero si ampliamos la escala, puede ser de barrio, de ciudad o incluso nacional. Son esos detalles que nos identifican unos con otros, y que pueden anteponer un objetivo común por encima del “yo”.
Creo firmemente que este concepto, el de la cultura, es lo que permite a las empresas diferenciarse, no solo para triunfar, sino para sobrevivir con eficacia. El problema es que la cultura la mantienen las personas: directivos y mandos medios implantando valores, y trabajadores aceptándolos como propios y usándolos como mecanismos de mejora. Pero en un contexto donde la cultura se diluye porque las personas han pasado de ser humanos a “recursos”, sacrificados por dos centésimas en un balance… ¿qué cultura esperamos? ¿Cuándo has visto a alguien comprometerse si sabe que, pese a ser excelente, dos malas reuniones pueden mandarlo a la calle?
Quizás eso es lo que distingue a las empresas con alma de las que solo tienen milicianos. Y todos conocemos la diferencia entre defender unas ideas y defender una billetera. Ambas implican combate —metafóricamente hablando—, pero la segunda se disuelve ante la primera oferta mejor. Porque el desprecio a los valores que se gritan en negrita en todos los PowerPoints suele empezar por el propio equipo directivo.
Así que, si algo saco en claro de esta experiencia en el campus es esto: si creas una cultura que respete, cuide y haga crecer a tu equipo, tendrás una ventaja poderosa. Pero cuidado con traicionarla, porque las consecuencias te perseguirán mucho más allá de la oficina.