Domingo 7:30 de la mañana
Hace poco me pidieron que sustituyera a un entrenador y, como el principio de “haz bien y no mires a quién”, acepté sin problemas.
El partido era a unas horas propias de madrugadores del séptimo día, pero en el fondo se trataba de que doce adolescentes pudieran jugar y de que el club no recibiera una multa.
Como no tengo coche, me tocó ir a la pista en metro, lo que me regaló unos treinta minutos para dejar que el tiempo peinara mis pensamientos. El transporte público es maravilloso porque te ofrece un abanico de opciones por las cuales se pueden perder tus ideas. Y, saltando de imagen en imagen, hoy mi subconsciente se fijaba en adolescentes vestidos para jugar, en niños con sus padres, en otros con ropa de árbitro… en cómo todas estas personas, en lugar de quedarse durmiendo, habían vencido la atracción malévola que ejerce un colchón sobre un cuerpo en reposo y se habían zafado de la prisión termodinámica que representa un buen nórdico sobre la piel, especialmente cuando el diferencial de temperatura entre el ambiente del dormitorio y tu cuerpo es tan acusado.
Uno se pregunta cuáles eran las motivaciones de todas estas personas. Entiendo que, en el caso del árbitro, hay una motivación clara: el dinero, le pagan por hacer un trabajo. La pregunta sería: ¿le pagan lo suficiente para soportar la presión? ¿Para aguantar a padres y entrenadores que protestan y complican más de la cuenta? O quizás todo eso es secundario y lo que realmente le gusta es arbitrar, le apasiona el deporte, le motiva ser quien aplica el reglamento y permitir que, semana tras semana, los partidos se jueguen con normalidad.
Después me fijé en un niño con sus padres. Confirma mi teoría de que hay una falta de equipamientos deportivos en mi ciudad: no es normal ni sano que un niño que no tendrá más de diez años tenga que levantarse a estas horas. Asumo que va porque quizás sus padres le obligan, pero si es así, durará poco. Lo más probable es que le guste el grupo de amigos que tiene, y eso ya es motivación suficiente para despertarse. Puede que juegue en un equipo importante y sea un jugador decisivo, y que las ganas de competir y dar lo máximo sean el motor que alimenta sus ganas de jugar. ¿Y qué decir de los padres? Renuncian al sueño por estar con su hijo. Si tienen la suerte de compartir la pasión por el mismo deporte y la competitividad, es fantástico, una herramienta poderosa para construir una mejor relación. Pero ¿y aquellos a quienes el deporte no les interesa, pero sus hijos lo viven con pasión? De esos padres que no se quejan, que madrugan, que llevan y traen, que pagan cuotas… de esos se habla poco. Ver a sus hijos motivados, contentos, haciendo un grupo sano de amigos compensa el esfuerzo de levantarse.
Más al fondo, había un chico de unos dieciséis años, esta vez sin padres. Mochila en el suelo, codos apoyados en los muslos, barbilla sobre los dedos, como si pensara en el partido que iba a jugar. ¿En qué pensará? Si es un deporte de equipo, me imagino que estará pensando en estar a la altura, en no fallarles a sus amigos y dar ese pequeño esfuerzo que, sumado al resto de pequeños esfuerzos, puede inclinar la balanza a favor. Se sabe que el grupo, que el hecho de que tus iguales confíen en ti, hace que rindas más, que seas capaz de hacer cosas que no creías posibles. Quizás tenía la suerte de estar en un equipo y no solo en un grupo. Un equipo donde todos se saben necesarios, donde cada uno tiene claro qué papel debe cumplir, donde hay confianza mutua y el compromiso es tan fuerte que nadie quiere decepcionar a los demás.
A mi derecha, una persona de unos cuarenta años tomaba notas en una libreta mientras observaba. Seguro que es entrenador, esa figura a la que despiden si los resultados no llegan, la que recibe críticas porque todos creemos saber más que él y estamos convencidos de que, en su lugar, lo haríamos mejor y ganaríamos por goleada. Llevaba un anillo en el dedo anular. Quizás está casado y, en lugar de quedarse en casa con su familia, ha salido a intentar llevar a su equipo de la mejor manera posible. Creedme: no conozco a ningún entrenador que quiera que su equipo pierda o juegue mal. Todos quieren que sus jugadores se conviertan en la mejor versión de sí mismos, aunque no siempre acierten en las formas o los métodos.
Ahí estábamos todos, en el metro, línea 5, camino a nuestro destino. Cada uno con sus motivaciones, deseos e inquietudes. Y a partir de aquí, uno se envuelve de teorías para explicar lo que no siempre es fácil.
¿Es motivación intrínseca o extrínseca lo que nos mueve? ¿Es un deseo de demostrar pertenencia al grupo y que somos confiables? ¿O simplemente nos gusta esforzarnos, competir, llegar al límite? Quizás sea el ego, que, en una forma extraña pero efectiva, nos despierta para demostrarnos que aún tenemos esa chispa, esa calidad que nos hace especiales, y que el trabajo bien hecho es razón suficiente para seguir despertándonos. O quizá todo es más simple: puro amor. Por los hijos, por el deporte, o por los valores que este transmite.
Hay respuestas para todos, pero lo que tengo claro es que no es casualidad. Y confío en que los pabellones, las pistas y las instalaciones sigan llenándose de gente, cada una con su historia. Y que quienes tenemos responsabilidad de gestión no perdamos de vista que nunca somos lo importante. Lo importante son los jugadores. Todo lo demás es marketing, y el marketing nunca ha aportado valor ético ni moral a la sociedad.