A los que se quedan
Hoy es el último día del año y no quería dejar pasar esta ocasión sin hablar de una realidad que he visto más de lo que me gustaría. Todos los profesionales nos hablan de lo importante que es la salud mental, tener conversaciones saludables con nosotros mismos, respetarnos, valorarnos en nuestra justa medida, practicar la asertividad, ser capaces de comunicar nuestros sentimientos, amar y sentirnos amados, aprender a gestionar la frustración, ser conscientes de que todo pasa y que la vida es como nos tomamos las cosas que nos ocurren. *This shall pass*, que decía aquel.
Tener objetivos y metas, trabajar o colaborar con empresas o asociaciones que representen nuestros valores, rodearnos de un grupo de amigos que nos apoye, cuidarnos físicamente y disfrutar de los placeres que nos da el cuerpo. Y no olvidemos estar agradecidos por lo que tenemos y ser amables con los demás.
Esta sería la foto maravillosa que todos deberíamos de tener, el modelo perfecto. ¿Pero sabéis qué? No todos tienen este perfil. Por razones que suelen originarse en la infancia, muchos llegan a la edad adulta haciendo malabares mentales. Y no es necesariamente cuestión de dinero, sino de otros factores que empezamos a estudiar más profundamente ahora, empezando por los deportistas jóvenes de alto nivel.
Hay niños que nunca han oído un “te quiero” de boca de sus padres, que más que un hijo eran una molestia con la que lidiar, y a buena hora se quedaron embarazados se ha escuchado más de una vez. Niños que han pasado la infancia sometidos a un constante examen, comparándolos con los vecinos, con el hermano mayor, con el menor o incluso con el gato que paseaba por allí buscando su Whiskas.
Niños a los que no se les escuchaba, se les obligaba a obedecer y, cuando mostraban algún sentimiento, se les decía que los hombres no lloran, que eso era una tontería y que dejaran de hacer el vago. Niños que estaban tan perdidos que tenían serias dudas de si respirar un minuto más tenía sentido. Niños que veían que cuando las hormonas aparecían en la adolescencia, sus padres se reían de ellos, haciendo mofa y escarnio de lo que sentían. Niños que no conseguían conectar porque nunca se sintieron queridos.
Hay niños que, por llamar la atención, ya no pedían un “te quiero”, sino que les castigaran; sentir que sus padres estaban por ellos les llevaba a liarla en el colegio, con el resultado de que sus padres ni les hablaban y encima los juguetes desaparecían. Niños que aprendieron que estaban solos, que siempre estarían solos y que nadie les importaba los que les pasara, que estaban aquí por error y que, si dejaban de estar, no creían que nadie notaría su ausencia.
Estos niños se han hecho adultos y, a base de comportamiento social y muchas películas, veían lo que se suponía era normal. No lo entendían porque no lo habían vivido, pero la norma estaba clara. Empezaban a fingir, se ponían una máscara para poder funcionar en una sociedad que no acababan de entender y trampeaban como podían para seguir un día más en la brecha.
A veces encontraban personas que les miraban más como un antropólogo: “mira tú, un bicho raro, dejame ver que hay dentro de ti”. Y tras las promesas de escucharles y apoyarles, cuando veían la oscuridad y el frío que vivián en su pasado, cerraban su carpeta de notas y se marchaban con viento fresco. Ellos anotaban una cicatriz más en el camino de su vida. Ya se fiaban poco de las personas, cada vez menos, y aprendieron a cerrarse más, a no contar con nadie, a lamer sus heridas en privado, a llorar en silencio, a sentir el peso de la noche sobre su cuerpo cada vez que se marchaban a dormir y pensaban que este sitio no era su lugar, que su vida era realmente prescindible, como les decía su madre cuando no quería escucharles más.
Muchas de estas personas se dedican a complacer a todos porque nunca han tenido otra escuela que la de sus padres: “hazme caso y te daré una media sonrisa, pero si tienes opiniones propias te voy a ignorar”. Y van dando ayuda, vaciándose cada vez un poco más y sin nada que los llene, dando y siendo cada vez más ariscos, una estupidez de la que son conscientes pero no saben corregirla.
Pero Pandora cerró la caja a tiempo y esos adultos no pierden la esperanza. En algunos casos empiezan a trabajar en ellos mismos para compensar todas las carencias que han tenido, para sentirse como el vecino de al lado, un tipo normal. Con paciencia, con decisión firme y la ayuda de un profesional, comienzan a caminar hacia lo que tendrían que ser de adultos, aunque lleguen un poco tarde a la cita.
En este viaje aparecen las personas a las que quiero dar las gracias: esas personas que se encuentran con estos niños con cuerpo de adulto y se quedan con ellos. Les dan esperanza, amor, afecto, esperanza y, lo más importante, siguen a su lado cuando las cosas no salen, teniendo paciencia porque son niños, tienen miedo y han aprendido a huir. Con cariño y delicadeza les demuestran que están ahí no para hacer de su madre, sino para ser sus amigos, parejas o jefes. Esas personas que quizás han pasado por lo mismo o quizás no, pero tienen la paciencia y la empatía para ver un corazón herido y un alma rota y, a pesar de eso, quedarse a su lado a pesar de las dificultades porque ven la grandeza de esa persona.
Y se quedan, se quedan a pesar de todos se han ido, se quedan a pesar de que podrían estar haciendo otra cosa o estar con gente que no arrastre problemas. Se quedan poniendo su tiempo y parte de su ser, se quedan porque en el fono, este mundo los necesita más de lo que se dice, porque sin esa empatía y compasión por el otro, esto sería una jungla.
Para ellos, para los que se quedan, para todos esos pastores de almas ya sea en formato coach, psicólogo, amiga o novio, va mi agradecimiento de este año. Sin vosotros, este mundo sería un poco peor.
Pd. Ya se que algunos cobran, pero también cobran los que están en oncología infantil y tienen un corazón que no les cabe en el pecho.


